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Arropado tanto con su túnica blanca como a bordo de su pequeño Fiat, que simboliza su humildad, pude ver su cordialísima visita al Presidente Obama en la Casa Blanca de Washington, escuché su respetuoso y magnífico discurso ante el Congreso de ese país y ahora comparto con millones su llegada a Nueva York y a la Catedral de San Patricio.
En Washington y Nueva York no escatimó palabras. Si bien pastoral y con voz pausada y tranquila dijo lo necesario para, como también procedente de una familia de inmigrantes italianos, respaldar el abrigo a los pobres y los migrantes -que igual se refería a los que cruzan la frontera hacia Estados Unidos como aquellos que huyen de quienes los persiguen en el Oriente Medio-; a la responsabilidad de los hombres en la contaminación ambiental; al rechazo a la pena de muerte; a la prohibición de la venta de armas; a la vergüenza de la iglesia por el escándalo de los pederastas; a su gratitud a las monjas por su labor incansable y pide mirar hacia delante a la evolución de la iglesia.
No soy de golpe de pecho pero hoy me confieso totalmente franciscana. Desde Juan XXIII no había visto a ninguno con la inteligencia y las facultades para reformar esta institución que aglutina a cerca de 1,300 millones de fieles.
Por último, a mi edad, además de compartir gran parte de lo dicho por él, me maravillo de su aguante. Yo ya estaría pidiendo un transplante o al menos una transfusión.
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