martes, 1 de septiembre de 2015

YAUTEPEC III

A mediados de abril, con una muñeca rota y el brazo enyesado en escuadra decidí refugiarme en el hogar yautepequense. Sin escaleras y buen clima lo consideré el mejor lugar del mundo para evitar las molestias del vestido y demás requerimientos del la vida citadina. 
Al llegar del viaje con mis nietos a la madre patria, llevaba algunos euros (pocos) y bastantes pesos porque mi estancia requeriría efectivo: hasta hace unas semanas me fue imposible firmar un cheque.
Encantada, dentro de lo que cabe estar en las condiciones en que estaba, la vegetación, la lectura, la música, la tele y, por qué no: las siestas, me hacían la lenta recuperación menos pesada.
Mas no contaba con la astucia de los locales.
Una nochecita, calculo que hacia las 7:30, yo veía alguno de los programas de la tele y Rocía procedía a darme algo de cenar cuando, al llevarme un vaso de agua al cuarto de al lado, me dice:
-"Señora, ¿usted dejó tirada su cartera con sus tarjetas en su recámara?"
Y sí, la cartera vacía sin un sólo centavo nacional o extranjero estaba tirada y las tarjetas sobre la cama y el piso. 
Nadie había oído nada; yo por estar medio sorda -o sorda y media- y tener la tele alta y ellos por platicar en otra parte.
Bien despojada, al menos no me mataron, me digo.

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