lunes, 14 de diciembre de 2009

OROZCO


Si nunca siquiera intenté pegarle a la bola de billar pendente del techo sobre la mesa ovalada, ¿cómo olvidar la oportunidad de jugar al ping pong en la mesa con estanque en medio con los custodios del Museo Tamayo?

Durante mi breve estancia como Directora del Museo Tamayo, me toco el honor de tener la primera gran exposición de Gabriel Orozco en México. Conforme el espléndido recinto del Tamayo se iba llenando de piezas y disponiéndose las salas, aparecía la caja de zapatos, el balón ponchado con agua, el tablero de ajedrez sólo habilitado con caballos -caballos corriendo infinitamente-, el citroën disminuido y el sol -de la cerveza-, la inteligencia de Gabriel se manifestaba a chorros. Si en la plástica se sentía, la filosofía detrás de la obra encontraba voz en sus entrevistas y la admiración por el artista crecía.

De una formación académica en la plástica, Orozco ya había evolucionado a una obra con profundas preocupaciones filosóficas y artísticas que le permitían hacer aportaciones y propuestas esenciales al arte contemporáneo internacional. Hoy el MOMA, recinto que recibió su primerísima exposición individual en Estados Unidos hace 16 años, presenta una retrospectiva que abarca 20 años.

Orozco vuelve triunfante al Museo de Arte Moderno de Nueva York y nada discreto: la gran ballena de nuestra (¿fallida?) biblioteca Vasconcelos reina al centro de todo. Disperso, como sigue siendo, la imaginación y creatividad de Gabriel no tiene límites. Todo para el es susceptible de una visión o intervención plástica. De ahí el cráneo, el tablero de ajedrez, las fotografías con futbolistas, los cactus y las raíces, el esqueleto de la ballena, las corcholatas, las bicicletas y, sobre todo, el juego que eternamente juega con sí mismo y con nosotros.

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