viernes, 19 de febrero de 2010

EMMA

Hace poco más de un año, llevo a mi madre de 95 años a un taller para adultos mayores que conduce con gran cariño y dedicación Cristina González Durán. Allí, en Casa de Pina, seis ancianas hacen un poco de ejercicio, recuerdan canciones, dibujan cosas alusivas a los lugares que conocen y dónde pasaron buenos tiempos, arman rompecabezas e intervienen, en la medida de sus posibilidades, en diversos juegos. Mi madre disfruta mucho estas horas que la distraen de su lógica soledad cotidiana.
En Casa de Pina conocimos a Emma Farías de Parks, la más entusiasta y dicharachera de todas. Siempre sonriente, me quedaban ganas de platicar después de dejar o recoger a mamá. Le gustaba que le hablaras en inglés porque era gringuita o gringota: alta, delgada y siempre muy bien puesta. De cabeza me parecía fantástica al compararla con la que desgraciadamente ha perdido mi madre.
De repente, Emma dejo de ir a la reunión con sus nuevas amigas, pero, unas semanas después, allí estaba de nuevo. Era otra Emma. Sin peinar, con las medias arrugadas, un sueter muy raro para lo arreglada que siempre iba. Se la notaba angustiada.
Emma ya no vivía en su casa -o casa de su hija- sino en una "residencia" -asilo- para ancianos. Contaba que le habían pegado, le habían arrancado un arete -se le veía el jalón y la sangre en la oreja- y le habían robado su ropa. Semana a semana llegaba con una nueva herida o moretón: se había caído, le habían pegado o empujado, no le habían dejado ir al baño cuando tenía necesidad. . .en fin, una historia de terror en esa "residencia" de la calle de Nicolás San Juan aparentemente afiliada al INAPAM.
Por más que Cristina trataba de comentar a la hija de Emma lo que observábamos todas, no hubo remedio: allí siguió y ella, delgada como fue siempre, o al menos desde que yo la conocí, adelgazaba y se desmejoraba más. Luego me enteré que se había caído y roto el fémur.
Hace dos semanas Cristina me avisó que Emma Parks había muerto. Se le había infectado la herida consecuente de la intervención y murió en el hospital.
P.D.
En mi libro: Transición - Envejecer no es para cobardes, abogo en contra de las residencias para ancianos. Me consta que es difícil la relación con nuestros viejos. Las angustias, las depresiones y las soledades que han de efrentar los convierten en dependientes delicados y agotadores para el más pintado y abnegado de los cuidadores. Si, además, nuestros viejos pierden su entorno familiar y se tienen que enfrentar a un ambiente hostil e incluso peligroso, su situación se vuelve dramática.
No debo generalizar: lo sé. He visitado residencias muy agradables -y muy caras- que son una especie de clubs privados con todo tipo de servicios y monerías.
Sea cual fuere, no despachemos a nuestros viejos como si no los conociéramos, como si nos estorbaran, como si no nos hubieran dado la vida, la alegría, la educación y, por qué no, los sinsabores que también son enseñanza.
De que vamos a perder la compostura a veces -o a menudo- no cabe la menor duda.

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