Desde hace unos 15 años me doy un regalo de año nuevo
realmente gozoso: voy a la ópera en el Metropolitan de Nueva York. Durante
algunos años las funciones se aprovechaban para incluir un regalo a los
concurrentes que consistía en invitar a los cantantes más famosos a cantar una
o dos árias fuera del contexto de la obra que habíamos ido a escuchar. Me cuentan que también convidaban a una copa de champagne a los presentes, cosa que nunca alcancé a disfrutar.
Eso ha
cambiado en los últimos años y las funciones se ajustan a las obras presentadas.
Producciones añejas algunas y nuevas puestas en escena otras que dan lugar a
críticas favorables y otras no tanto. Probablemente no se verán más los lujos asiáticos del Tourandot de Bertolucci cuya presencia parece haber desaparecido para
siempre por su molestia con las novedades presentadas.
Este 31 de diciembre la novedad fue mayor: Maria Stuarda no se había presentado jamás en el teatro neoyorquino. Tratándose de Donizetti el asunto resultaba rarísimo. Ária tras ária, el drama de las primas se va desenvolviendo. María, la reina de los escoceses, cantada por la mezzo Joyce DiDonato estuvo espléndida y la sudafricana Elza van den Heever, con una voz muy interesante y fuera de lo corriente rengueaba por el escenario en su papel de fúrica y celosa carcelera. En el acto final vestida en plata de la cabeza a los pies, se observa su cabeza afeitada para colocarse una de las pelucas que debe haber usado la reina Isabel I. Mary, Queen of Scots, al subir al cadalso donde sería decapitada en presencia de su amante Leicester -como último rasgo de maldad de su prima Isabel que también tenía sus quehaberes con el Conde- se quita el negro que ha llevado durante la obra para despedirse con una túnica roja.
Como supongo que pronto pasará en el Auditorio que a mis amigos les encanta y yo le huyo por los chiflones y malos asientos no se pierdan de este prodigio del bel canto.
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