martes, 14 de enero de 2014

EL ESTADO Y LA CULTURA

Finalizando el año 13, el diario El País publicó un artículo de Juan José Millás que constata lo que muchos "agremiados" de la cultura hemos ido pensando hace ya algún tiempo.  

Dice Millás (y mis disculpas por reducir el tipo de letra cuando debe ser mayor que el de la que esto escribe):

Cuando leo o escucho que baja el “consumo cultural”, estiro las orejas como un perro. Hay más cosas que hago como un perro, pero no sé si tienen que ver con la cultura. El caso es que la expresión “consumo cultural” me pone nervioso, como si se tratara de una contradicción en los términos. O es consumo o es cultural, me digo. Veamos: esa persona que en este mismo instante se encuentra en la cama de la habitación de un hotel leyendo Crimen y castigo, ¿está consumiendo realmente el libro? ¿Lo consume al modo en que consumo yo energía eléctrica al encender la luz, al modo en que consumo una conserva al abrir una lata de berberechos, al modo en el que consumo un pequeño electrodoméstico al exprimir una naranja? ¿Está consumiendo la novela como el adolescente que consume la paciencia de los padres, como el cincuentón que consume para cenar un yogur griego con pipas de calabaza, como el que se compra un rolex de oro? ¿Podríamos decir que esa persona es usuaria de la novela de Dostoievski al modo en que se es usuario de un campo de golf o de una tarjeta de crédito?

Un sistema filosófico, en fin, no es un bien consumible.

. . .repasé las noticias de los últimos meses relacionadas con el estado de la cultura. Todas, sin excepción, hablaban de los recortes económicos en un intento desesperado de cuantificar económicamente lo incuantificable. Naturalmente que hay una relación entre el dinero circulante y los bienes de consumo. ¿Pero debemos darle a la cultura y a la educación el tratamiento de un bien de consumo? No lo creo, porque en ese mismo instante las reducimos a la categoría de lo prescindible. Si en épocas de crisis, viene a decirnos el ministro de Cultura, prescindimos del coche o de cenar fuera los sábados, ¿por qué no reducir también el consumo de Quevedo, de Flaubert, de Walter Benjamin, de Chejov o de Hitchcock? Ahí está la trampa. La incógnita de por qué hoy somos más burros que ayer pero menos que mañana no se despeja con una ecuación convencional. Tal vez los recortes que el Gobierno actual está aplicando a la formación humanística y, en general, a la cultura, no sean el origen de nuestras carencias educativas, sino su consecuencia. Lo hace porque puede. Lo hace porque nos puede. Nos puede porque nos hemos quedado sin discurso.

Pese a estar totalmente de acuerdo con lo anterior, cuando se trata de buscar obtener un mejor presupuesto del Estado para el sector cultural -sea su apologista el Secretario de Educación o el Presidente de Conaculta- con la venia del Congreso, nos vamos por lo más fácil para que la argumentación no entre por un oído y salga por el otro. Todo va a ser más importante que la cultura y todo merece un aumento de presupuesto menos esta última. 
 
Y sí, los allegados de la cultura-más bien los burócratas de esta- hemos tendido a hablar de la generación de actividad económica: del número de empleados por el sector, de su importancia para la educación del pueblo, de la necesidad de apoyo a los literatos, los editores y los lectores, a los actores y asistentes al teatro o auditorios de cine y televisión, los músicos, los amantes de la música y las ventas de discos o la piratería.

Es más, los que hemos incursionado en la promoción cultural allende las fronteras, estamos plus cuan seguros de que esta promoción "vende" mejor a México que las notas sobre asesinatos, extorsiones, asaltos, secuestros, y carteles de la droga y demás.

No obsta para que conste que lo sentado por Millás debe estar en el centro de la discusión.

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