lunes, 12 de mayo de 2008

MYANMAR

Hace cuatro años, Eugenia Meyer y yo llegamos al antiguo y obscuro aeropuerto de Yangón en una de las etapas de un viaje fantástico que hicimos a Asia y después de visitar China y Tailandia. Como en Cambodia y Laos, debíamos pagar nuestro visado llegando al país. En el caso de lo que hoy es Myarmar, el trámite resultaba un tanto angustioso: el visitante debía pasar a una pequeña oficina donde tres "oficiales" malencarados y enriflerados, le miran de arriba abajo, revisan su pasaporte con gran desconfianza, para luego recibir veinte dólares por el trámite y, sin más, meter el dinero en un cajón. Ante la experiencia y las advertencias sobre el uso de las cámaras, no divagar solas por las calle, no insitir en el uso de internet, etc., Eugenia, que había abrigado la esperanza de platicar con la premio Nobel, Aung San Suu Kyi, abandonó su anhelo. El asunto no auguraba una estancia muy placentera. Se sentía miedo. Rudyard Kipling, las películas sobre un distinguido ejército inglés y una canción me rondaban la cabeza:
Come you back, you British soldier; come you back to Mandalay!
Come you back to Mandalay,Where the old Flotilla lay:
Can't you 'ear their paddles chunkin' from Rangoon to Mandalay?
On the road to Mandalay,Where the flyin'-fishes play,
An' the dawn comes up like thunder outer China 'crost the Bay!

Nada que ver con la recepción que habíamos tenido -y consecuencia de aquel imperio dirían muchos.

Ya acompañadas de nuestra guía, una chica lindísima que hablaba mal inglés y nada de español, pudimos ir admirando el espectáculo de la gran stupa dorada que reina sobre la ciudad, olvidando el mal rato que pasamos en el aeropuerto.

El siguiente peligro no lo fue tanto, o al menos no nos dió tanto miedo: debíamos cambiar dinero. Como en este país no se aceptan tarjetas de crédito, habíamos hecho uso de un ATM en el aeropuerto de Bankok. Aconsejados por la guía, la transacción no debía hacerse en un banco, casa de cambio o el hotel, sino en el mercado (negro). Habríamos de cambiar nuestros dólares con un sujeto de película cerca del mercado. Fácilmente nos dieron un 20 porciento arriba del tipo oficial en fajos de billetes malolientes que cualquier banco central habría incinerado veinte años atrás.

En todos lo lugares que visitamos -Yangon (Rangoon), Mandalay, Bagan y el Lago Inle- un punto obligado es, sin duda, los monasterios y los templos budistas y, de ahí, observar, en la medida que lo permite un viaje corto, algo de la vida del país.

Entre los 7 a los 11 años, todos los niños birmanos acuden a los monasterios para educarse en las enseñanzas de Buda, aprendiendo de memoria las escrituras sagradas en pali. A las 9:00 de la mañana, los monjes birmanos y sus educandos transitan por las calles con un plato pidiendo arroz, fruta o lo que se les pueda dar para seguir subsistiendo. No dan las gracias por lo recibido y siguen su camino. Así, con una vida de pobreza y humildad, cumplen con las enseñanzas de Buda.

Resulta difícil transmitir la paz que se siente al verlos pasar. Resulta aún más difícil pensar que estos monjes mismos monjes pacíficos se revelaron hace algunos meses y que los militares les dispararon sin miramiento alguno. Resulta fuera de todo entendimiento que, a raíz del ciclón ocurrido hace unos días, la junta militar haya impedido la entrada de ayuda humanitaria y que ahora esta llegue con cuentagotas a una población que se muere de hambre. Escucho al comentarista de la BBC que no sale en pantalla por temor a lo que en ese país sucede.
Al final de nuestra estancia nuestro guía nos preguntó si queríamos ver unos elefantes blancos. ¿Quién no quiere ver un elefante blanco? Es de buena suerte y quien lo ve tiene la buenaventura asegurada. Y hasta allá fuimos a ver el elefante blanco. En un campo cercado, rodeados por militares y fusiles, pudimos ver dos elefantes blancos que no debían fotografiarse y estaban encadenados por sus patas y sangrando.

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