Hace poco más de dos años murió Juan Soriano, gran amigo y enorme artista. Si bien la ausencia de Juan es notoria para todos los que tuvimos la fortuna de verlo con frecuencia y gozar con sus ocurrencias, gracias a Marek Keller, las exposiciones y los homenajes nos siguen haciendo la vida más fácil. Recientes artículos e invitaciones al Museo de Filadelfia, la Alcaldía de Hong Kong y el Claustro de Sor Juana atestiguan el hecho.
Hace poco tiempo hablé de mi añeja pasión por Juan. Antecede a sus homenajes y premios; a su vida en Italia o en París; viene de recuerdos familiares; de los cuadros que compraba mi padre; viene de aquellos tiempos en que la inteligencia se intuye y, por ende, no llega a valorarse en toda su dimensión. ¿Será por ello una pasión más genuina o auténtica? No lo sé, pero estoy segura de lo mucho que tengo que agradecer a Juan por todos estos años de cariño.
No puedo menos que agradecer a Juan las mil carcajadas; las incontables conversaciones, las enseñanzas disfrazadas de trivia; el gozo en y por el arte. ¡Cuántas cosas me descubrió Juan no sólo del mundo sino de mi misma! Se dice rápido pero el camino es largo y requiere voluntad y afecto, ternura y perseverancia.
Me pregunto qué nos lleva a acercarnos a alguno de los personajes reunidos en casa de nuestros mayores y soslayar a otros. En la introspección observo que me hubiera gustado bailar con él en el Leda y ahora ser mejor bailarina; que hubiera gozado viendo a María Asúnsulo en todo su esplendor –como él la veía- o, incluso, meterme con él en Roma debajo de aquella mesa, muerta del miedo y la depresión.
Todo lo anterior, lo bueno y lo difícil, nos convierten en lo que somos y bueno, malo o regular, Juan también me llevó a lo que soy.
Amor con amor se paga. Vayan pues a Juan los amores de siempre. Gracias Marek por seguir avivando su memoria.
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